martes, 30 de julio de 2019

EL VIEJO GUARDIÁN



EL VIEJO GUARDIÁN
(Antigua leyenda japonesa)
Era un hermoso día de principio de julio. El sol iluminaba todo lo que la vista podía abarcar. El pequeño Yon se sentía feliz en la cima de aquel monte.
¡Qué gusto daba mirar desde lo alto los barcos que resbalaban sobre el mar como un espejo!
Yon, que no tenía padres, vivía con su abuelo en aquella casita de la montaña en medio de los campos de arroz, dorados como el oro. Gozaba allí de aire puro y sol, y libertad como los pájaros. Podía correr y jugar alegremente. ¡Qué bien se vivía en aquella paz campesina!

El pueblecito está allá abajo, a lo largo de la costa, frente al mar incendiado de sol Yon veía las casa, pequeñitas, blancas, limpias; todo el pueblo parecía un lindo juguete. Y a los hombres y a los niños los veía como hormigas grandes y hormigas pequeñas.
Entre el monte y el mar sólo había una estrecha faja de tierra donde los hombres construyeron sus casas. Los campos cultivados estaban en aquella planicie de la montaña húmeda y fértil, donde vivía Yon. El abuelo era el guardián de los extensos arrozales del pueblo.
El niño amaba los grandes campos de arroz. Siempre estaba dispuesto a ayudar en el trabajo de abrir las acequias de riego, y nadie como él ahuyentaba los pájaros en la época de la siega.
Yon se sentía feliz; su abuelo le quería mucho. Vivían los dos en la casita menuda y limpia, y estaba  seguro de que los otros niños debían tenerle envidia. Aquel viejo fuerte y serio era el mejor de todos los hombres.
Un día en que las espigas amarillas brillaban al sol, el viejo guardián miraba a lo lejos, al horizonte del mar. Su mirada, fija, estaba llena de sorpresa. Una especie de nube grande y negra se elevaba desde el confín como si el agua se revolviera contra el cielo. El viejo seguía mirando fijamente. De pronto se volvió hacia la casa y gritó:
            -¡Yon!, ¡Yon!, trae del fuego una rama encendida.
El pequeño Yon no comprendía el deseo de su abuelo, pero obedeció al momento y salió corriendo con una tea en la mano. El viejo había cogido otra y corría hacia el arrozal más próximo.
Yon le seguía extrañado. ¿Sería posible? Y al ver horrorizado que tiraba la tea llameante en el campo de arroz gritó:
            -¿Qué haces abuelo? ¡Qué quieres hacer!
            -¡Deprisa, deprisa, Yon, prende fuego a los campos!
Yon quedó inmóvil. Pensó que su abuelo había perdido la razón, y todo su cuerpo se llenó de espanto. Pero un niño japonés obedece siempre, y Yon tiró la antorcha entre las espigas.
Primero fue una lumbre débil donde se retorcían los tallos resecados, después se extendió el fuego en llamaradas rojas y bien pronto fueron los arrozales una inmensa hoguera. La montaña se elevaba hasta el cielo en una columna de humo.
Desde allá abajo los habitantes del pequeño pueblo vieron sus campos incendiados y, dando gritos de rabia corrieron desesperados trepando por los senderos tortuosos del monte; subiendo hasta agotar sus fuerzas. Nadie quedaba atrás. También las mujeres subían con los niños a la espalda.
Al llegar al llano y ver los extensos arrozales devastados, la indignación brotó en un grito furioso:
            -¿Quién ha sido? ¿Quién es el incendiario?
El viejo guardián se adelantó a los hombres y dijo con serenidad.
            -¡Yo he sido!
Yon sollozaba.
Un grupo los rodeó en actitud amenazadora, gritando:
            -¿Por qué lo has hecho?, ¿Por qué?
El viejo se volvió severo y extendió la mano señalando el horizonte.
            -Mirad allí – dijo.
Al fondo, donde unas horas antes la gran superficie del mar era plana como un espejo, se levantaba ahora hasta el cielo una espantosa muralla de agua. Una ola oscura y gigantesca avanzaba amenazadora desde el confín.
Hubo un momento de horror. Ni un grito…Los corazones latían con fuerza.
La muralla de agua avanzó hasta la tierra con ronco bramido, se volcó sobre la costa invadiéndolo todo, destruyéndolo todo, y fue a romperse, en un trueno desgarrador y furioso, contra la montaña…Una ola más. Después otra más débil…Luego el mar se fue retirando con un rugido sordo.
La tierra apareció revuelta y socavada. El pueblecito había desaparecido deshecho y arrastrado por aquella ola inmensa. El viejo guardián miró satisfecho a todos los habitantes, bien seguro en la cima del monte.
Su presencia de ánimo les había salvado de la invasión del mar.


Josefina Mateos M

No hay comentarios:

Publicar un comentario