EL VIEJO GUARDIÁN
(Antigua leyenda japonesa)
Era un hermoso día de principio
de julio. El sol iluminaba todo lo que la vista podía abarcar. El pequeño Yon
se sentía feliz en la cima de aquel monte.
¡Qué gusto daba mirar desde lo
alto los barcos que resbalaban sobre el mar como un espejo!
Yon, que no tenía padres, vivía
con su abuelo en aquella casita de la montaña en medio de los campos de arroz,
dorados como el oro. Gozaba allí de aire puro y sol, y libertad como los
pájaros. Podía correr y jugar alegremente. ¡Qué bien se vivía en aquella paz
campesina!
El pueblecito está allá abajo,
a lo largo de la costa, frente al mar incendiado de sol Yon veía las casa,
pequeñitas, blancas, limpias; todo el pueblo parecía un lindo juguete. Y a los
hombres y a los niños los veía como hormigas grandes y hormigas pequeñas.
Entre el monte y el mar sólo
había una estrecha faja de tierra donde los hombres construyeron sus casas. Los
campos cultivados estaban en aquella planicie de la montaña húmeda y fértil,
donde vivía Yon. El abuelo era el guardián de los extensos arrozales del
pueblo.
El niño amaba los grandes
campos de arroz. Siempre estaba dispuesto a ayudar en el trabajo de abrir las
acequias de riego, y nadie como él ahuyentaba los pájaros en la época de la
siega.
Yon se sentía feliz; su abuelo
le quería mucho. Vivían los dos en la casita menuda y limpia, y estaba seguro de que los otros niños debían tenerle
envidia. Aquel viejo fuerte y serio era el mejor de todos los hombres.
Un día en que las espigas
amarillas brillaban al sol, el viejo guardián miraba a lo lejos, al horizonte
del mar. Su mirada, fija, estaba llena de sorpresa. Una especie de nube grande
y negra se elevaba desde el confín como si el agua se revolviera contra el
cielo. El viejo seguía mirando fijamente. De pronto se volvió hacia la casa y
gritó:
-¡Yon!, ¡Yon!, trae del fuego una rama encendida.
El pequeño Yon no comprendía el
deseo de su abuelo, pero obedeció al momento y salió corriendo con una tea en
la mano. El viejo había cogido otra y corría hacia el arrozal más próximo.
Yon le seguía extrañado. ¿Sería
posible? Y al ver horrorizado que tiraba la tea llameante en el campo de arroz
gritó:
-¿Qué haces abuelo? ¡Qué quieres hacer!
-¡Deprisa, deprisa, Yon, prende fuego a los campos!
Yon quedó inmóvil. Pensó que su
abuelo había perdido la razón, y todo su cuerpo se llenó de espanto. Pero un
niño japonés obedece siempre, y Yon tiró la antorcha entre las espigas.
Primero fue una lumbre débil
donde se retorcían los tallos resecados, después se extendió el fuego en
llamaradas rojas y bien pronto fueron los arrozales una inmensa hoguera. La
montaña se elevaba hasta el cielo en una columna de humo.
Desde allá abajo los habitantes
del pequeño pueblo vieron sus campos incendiados y, dando gritos de rabia
corrieron desesperados trepando por los senderos tortuosos del monte; subiendo
hasta agotar sus fuerzas. Nadie quedaba atrás. También las mujeres subían con
los niños a la espalda.
Al llegar al llano y ver los extensos
arrozales devastados, la indignación brotó en un grito furioso:
-¿Quién ha sido? ¿Quién es el incendiario?
El viejo guardián se adelantó a
los hombres y dijo con serenidad.
-¡Yo he sido!
Yon sollozaba.
Un grupo los rodeó en actitud
amenazadora, gritando:
-¿Por qué lo has hecho?, ¿Por qué?
El viejo se volvió severo y
extendió la mano señalando el horizonte.
-Mirad allí – dijo.
Al fondo, donde unas horas
antes la gran superficie del mar era plana como un espejo, se levantaba ahora
hasta el cielo una espantosa muralla de agua. Una ola oscura y gigantesca
avanzaba amenazadora desde el confín.
Hubo un momento de horror. Ni
un grito…Los corazones latían con fuerza.
La muralla de agua avanzó hasta
la tierra con ronco bramido, se volcó sobre la costa invadiéndolo todo,
destruyéndolo todo, y fue a romperse, en un trueno desgarrador y furioso,
contra la montaña…Una ola más. Después otra más débil…Luego el mar se fue
retirando con un rugido sordo.
La tierra apareció revuelta y
socavada. El pueblecito había desaparecido deshecho y arrastrado por aquella
ola inmensa. El viejo guardián miró satisfecho a todos los habitantes, bien
seguro en la cima del monte.
Su presencia de ánimo les había
salvado de la invasión del mar.
Josefina Mateos M
No hay comentarios:
Publicar un comentario