El amor
entre padres e hijos es uno de los lazos más profundos y transformadores. Se
construye desde la infancia, con años de entrega, cuidado y protección
incondicional. Es un amor que no exige nada a cambio, que se ofrece de manera
genuina, guiado por el deseo de ver crecer y prosperar a quien se ama. Sin
embargo, con el paso del tiempo, la dinámica puede cambiar. Lo que antes era
cercanía y gratitud puede volverse distancia e indiferencia.
Es una
realidad que muchos padres enfrentan cuando sus hijos se convierten en adultos.
Aquel niño que corría a sus brazos y llenaba la casa de vida y alegría, de
pronto parece ajeno a quienes lo han acompañado desde sus primeros pasos. La relación
se transforma, y lo que antes era un vínculo fuerte y tangible, ahora es un
lazo que en ocasiones parece frágil o casi invisible.
Este proceso
suele ser difícil de comprender. Los padres recuerdan con nostalgia cada
momento compartido, desde las noches en vela cuidando una fiebre hasta las
tardes dedicadas a ayudar con los deberes escolares. Durante años, fueron el
pilar emocional y físico de sus hijos, brindándoles seguridad, amor y
protección. Pero un día, la relación cambia, la comunicación se reduce y el
afecto parece haberse vuelto distante.
Surgen
preguntas inevitables: ¿Cómo es posible que alguien que ha sido amado con
tanta dedicación se aleje con tanta indiferencia? ¿Dónde quedó la cercanía que
antes era natural? Estas dudas pueden generar dolor, confusión y una
sensación de vacío difícil de explicar. Para muchos padres, el alejamiento de
sus hijos se siente como una pérdida silenciosa, una ausencia que no es física,
pero que pesa en el alma.
Sin embargo,
la distancia entre padres e hijos no siempre es un reflejo de ingratitud, sino
un proceso de crecimiento en el que cada individuo encuentra su propia
identidad. A veces, los hijos, en su necesidad de independencia, se enfocan en
su propio mundo sin darse cuenta del impacto emocional que su distancia genera
en quienes los han amado incondicionalmente. No siempre es desprecio, sino
inconsciencia.
El verdadero
desafío está en aceptar esta realidad sin convertirla en un motivo de
sufrimiento permanente. Recuperar el valor de uno mismo más allá del rol de
padre o madre es una forma de sanar. Comprender que el amor no se mide en
reciprocidad inmediata, sino en la paz interior que deja haber dado lo mejor de
uno mismo.
El amor no
depende del reconocimiento, sino de la certeza de haber cumplido con el deber
de amar sin condiciones. La conexión entre padres e hijos puede cambiar, pero
nunca desaparece por completo. Y aunque a veces la distancia parezca
definitiva, el amor silencioso sigue estando ahí, esperando el momento en que
pueda volver a expresarse.
Josefina Mateos Madrigal
29 de abril de 2025