STAVOREN
(LEYENDA HOLANDESA)
En
el suave paisaje holandés, neblinoso y lluvioso, donde aparece a veces un sol
tibio y pálido, se erguía en otros tiempos la bella ciudad de Stavoren.
Hace
más de seis siglos Stavoren era la más rica de todas las ciudades comerciantes
de Holanda. Su puerto era siempre un bosque de mástiles y jarcias de
bergantines. De allí salían los barcos que surcaban todos los mares y
regresaban cargados de los más bellos y ricos productos de todos los países.
Crecía
la abundancia de Stavoren y aumentaban los palacios de mármol guarnecidos de
oro. Había en la ciudad gentes humildes, pero era más el número de orgullosos
potentados que derrochaban sus riquezas en magníficas fiestas.
Entre
todos los ricos comerciantes de Stavoren, ninguno tan soberbio y opulento como
el joven Richberta. Su numerosa flota mercante traía diamantes, perlas y oro de
tierras lejanas. Las riquezas de Richberta eran incalculables. Su palacio era
el más hermoso, y en los festines no
faltaban los manjares más valiosos y refinados. Al tiempo que crecían los
tesoros de Richberta crecían su vanidad
y su desprecio hacia las gentes
humildes.
Sentóse
el huésped a la mesa y, al final de la comida, contó su vida errante por todos
los países del mundo. Habló de maravillosas tierras lejanas, de las costumbres
de los pueblos de Oriente, de sus propias aventuras en viajes larguísimos, de
la vanidad de los bienes terrenos y de la imposible felicidad humana.
Todos
los comensales estaban pendientes de la evocadora narración del misterioso
huésped; todos menos Richberta que solo esperaba oír la alabanza de sus riquezas. Cuando el
viajero habló de la fastuosa corte de los reyes, comparó sus palacios y sus
tesoros con los de Richberta, pero se extrañó de no encontrar en la abundante
mesa del festín aquello que todo el mundo aprecia como el mejor de todos los
bienes.
El
extranjero no dijo nada más. Saludó con una reverencia y marcho sin que nadie
volviera a saber nada de él.
La
orgullosa Richberta no podía sufrir aquella incertidumbre. ¿Qué era aquello que
le faltaba y que era considerado como el mejor de todos los bienes? Muchos
sabios y adivinos intentaron descubrir el enigma. La flota de Richberta se hizo
a la mar con la orden de no tornar sin haber explorado todos los mares y todas
las tierras.
El
viento hinchó las velas de cien barcos en largas travesías. Los cascos de los
barcos llegaron a agrietarse y el agua salada del mar se mezcló con los víveres
almacenados. Se perdieron podridos de salobre el pan y los sacos de harina. No
bastaron después los buenos vinos, ni el pescado, ni las carnes. La falta de
pan se hacía insufrible. La tripulación pedía volver al puerto más próximo para
hacer provisión de harina. El capitán de la flota comprendió entonces cuál era
el mejor de todos los bienes. Era el pan, el pan de cada día, alimentos de
pobres y enriquecidos. Ya estaba descubierto el misterio de las palabras que el
extranjero pronunció en el festín.
Hizo
rumbo hacía un puerto del Báltico y cargó sus barcos del más duro y dorado
trigo. Volvió contento y alborozado a Stavoren.
-¡Aquí traigo, Richberta, un
cargamento del más preciado tesoro- esto el pan, es lo que faltaba a vuestra
mesa! Oíd como llegué a descubrir el enigma!
Pero
Richberta ordenó con un gesto de cólera:
-Oye bien lo que te mando. Prepara
a tus hombres. Antes de que llegue la noche tu absurdo cargamento debe de ser
arrojado al mar.
En
vano protestó el capitán. En vano rogó que no destruyera una riqueza que podía
aliviar la miseria de los pobres de la ciudad. Todo fue inútil. La preciosa
carga fue arrojada al mar en presencia de una multitud de hambrientos.
El
montón de semillas doradas se mezcló en el mar con el limo del fondo y pronto comenzaron
a nacer tallos rectos que crecían con fuerza. Del fondo del mar se elevaba como
una amenaza un espantoso ruido de hervidero. Creció el trigo hasta la superficie
del agua y se formó delante de Stavoren un banco de arena, como una barrera
indestructible.
Quedó
encerrado el hermoso puerto del Zuidersee. Volvían los navíos y rondaban noches
y días sin poder atravesar la muralla submarina y, poco a poco, las olas fueron
destrozándolos contra el banco de arena. Stavoren perdió rápidamente sus
riquezas y su soberbia. El mar acechaba y rugía hasta que, una noche de
tempestad, rompió furioso la barrera maldita y llegó hasta la ciudad socavándola
y arrastrándola hasta el fondo, sobre el lecho del trigal marino.
Las
aguas del Zuidersee cubren ahora el ancho valle donde estuvo Stavoren.
Y,
en los días de calma, los marinos se acercan temerosos, a la borda de los
navíos para ver bajo el agua transparente los altos campanarios y los torreones
de la ciudad sumergida.
Josefina
Mateos M
No hay comentarios:
Publicar un comentario