lunes, 4 de noviembre de 2019

STAVOREN (LEYENDA HOLANDESA)



STAVOREN (LEYENDA HOLANDESA)

En el suave paisaje holandés, neblinoso y lluvioso, donde aparece a veces un sol tibio y pálido, se erguía en otros tiempos la bella ciudad de Stavoren.
Hace más de seis siglos Stavoren era la más rica de todas las ciudades comerciantes de Holanda. Su puerto era siempre un bosque de mástiles y jarcias de bergantines. De allí salían los barcos que surcaban todos los mares y regresaban cargados de los más bellos y ricos productos de todos los países.
Crecía la abundancia de Stavoren y aumentaban los palacios de mármol guarnecidos de oro. Había en la ciudad gentes humildes, pero era más el número de orgullosos potentados que derrochaban sus riquezas en magníficas  fiestas.
Entre todos los ricos comerciantes de Stavoren, ninguno tan soberbio y opulento como el joven Richberta. Su numerosa flota mercante traía diamantes, perlas y oro de tierras lejanas. Las riquezas de Richberta eran incalculables. Su palacio era el  más hermoso, y en los festines no faltaban los manjares más valiosos y refinados. Al tiempo que crecían los tesoros  de Richberta crecían su vanidad y su desprecio  hacia las gentes humildes.

Sentóse el huésped a la mesa y, al final de la comida, contó su vida errante por todos los países del mundo. Habló de maravillosas tierras lejanas, de las costumbres de los pueblos de Oriente, de sus propias aventuras en viajes larguísimos, de la vanidad de los bienes terrenos y de la imposible felicidad humana.
Todos los comensales estaban pendientes de la evocadora narración del misterioso huésped; todos menos Richberta que solo esperaba oír  la alabanza de sus riquezas. Cuando el viajero habló de la fastuosa corte de los reyes, comparó sus palacios y sus tesoros con los de Richberta, pero se extrañó de no encontrar en la abundante mesa del festín aquello que todo el mundo aprecia como el mejor de todos los bienes.
El extranjero no dijo nada más. Saludó con una reverencia y marcho sin que nadie volviera a saber nada de él.
La orgullosa Richberta no podía sufrir aquella incertidumbre. ¿Qué era aquello que le faltaba y que era considerado como el mejor de todos los bienes? Muchos sabios y adivinos intentaron descubrir el enigma. La flota de Richberta se hizo a la mar con la orden de no tornar sin haber explorado todos los mares y todas las tierras.
El viento hinchó las velas de cien barcos en largas travesías. Los cascos de los barcos llegaron a agrietarse y el agua salada del mar se mezcló con los víveres almacenados. Se perdieron podridos de salobre el pan y los sacos de harina. No bastaron después los buenos vinos, ni el pescado, ni las carnes. La falta de pan se hacía insufrible. La tripulación pedía volver al puerto más próximo para hacer provisión de harina. El capitán de la flota comprendió entonces cuál era el mejor de todos los bienes. Era el pan, el pan de cada día, alimentos de pobres y enriquecidos. Ya estaba descubierto el misterio de las palabras que el extranjero pronunció en el festín.
Hizo rumbo hacía un puerto del Báltico y cargó sus barcos del más duro y dorado trigo. Volvió contento y alborozado a Stavoren.
-¡Aquí traigo, Richberta, un cargamento del más preciado tesoro- esto el pan, es lo que faltaba a vuestra mesa! Oíd como llegué a descubrir el enigma!
Pero Richberta ordenó con un gesto de cólera:
-Oye bien lo que te mando. Prepara a tus hombres. Antes de que llegue la noche tu absurdo cargamento debe de ser arrojado al mar.
En vano protestó el capitán. En vano rogó que no destruyera una riqueza que podía aliviar la miseria de los pobres de la ciudad. Todo fue inútil. La preciosa carga fue arrojada al mar en presencia de una multitud de hambrientos.
El montón de semillas doradas se mezcló en el mar con el limo del fondo y pronto comenzaron a nacer tallos rectos que crecían con fuerza. Del fondo del mar se elevaba como una amenaza un espantoso ruido de hervidero. Creció el trigo hasta la superficie del agua y se formó delante de Stavoren un banco de arena, como una barrera indestructible.
Quedó encerrado el hermoso puerto del Zuidersee. Volvían los navíos y rondaban noches y días sin poder atravesar la muralla submarina y, poco a poco, las olas fueron destrozándolos contra el banco de arena. Stavoren perdió rápidamente sus riquezas y su soberbia. El mar acechaba y rugía hasta que, una noche de tempestad, rompió furioso la barrera maldita y llegó hasta la ciudad socavándola y arrastrándola hasta el fondo, sobre el lecho del trigal marino.
Las aguas del Zuidersee cubren ahora el ancho valle donde estuvo Stavoren.
Y, en los días de calma, los marinos se acercan temerosos, a la borda de los navíos para ver bajo el agua transparente los altos campanarios y los torreones de la ciudad sumergida.
Josefina Mateos M

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