Me gusto este artículo que
leí hace poco y que alguien lo había publicado en facebook, ponía que no sabía
quién lo había escrito, he encontrado a su autor (Vicyor-M Amela) y los créditos
a él: “Ustedes tienen relojes, nosotros tenemos tiempo”
¿Realmente existe el
tiempo y el espacio? ¿El reloj mide el tiempo de cada persona? ¿Somos nosotros los
que deberíamos controlar el tiempo y no sabemos? ¿Nuestra mente puede hacer que
pase más rápido o más lento? ¿Se puede controlar el tiempo? Ahí dejo unas
cuantas preguntas.
Entrevista realizada (por Vicyor-M Amela) a:
MOUSSA AG ASSARID (Touareg, nómada del desierto).
No sé mi edad. Nací en
el desierto del Sahara, ¡sin papeles!
Nací en un campamento
nómada tuareg entre Tombuctú y Gao, al norte de Mali. He sido pastor de los
camellos, cabras, corderos y vacas de mi padre. Hoy estudio Gestión en la
Universidad Montpellier. Estoy soltero. Defiendo a los pastores tuareg. Soy
musulmán, sin fanatismo.
- ¡Qué turbante tan
hermoso!
- Es una fina tela de
algodón. Permite tapar la cara en el desierto cuando se levanta arena, y a la
vez seguir viendo y respirando a su través.
- Es de un azul
bellísimo.
- A los tuareg nos
llamaban los hombres azules por esto: la tela destiñe algo y nuestra piel toma
tintes azulados.
- ¿Cómo elaboran ese
intenso azul añil?
- Con una planta
llamada índigo, mezclada con otros pigmentos naturales. El azul, para los
tuareg, es el color del mundo.
- ¿Por qué?
- Es el color
dominante: el del cielo, el techo de nuestra casa.
- ¿Quiénes son los
tuareg?
- Tuareg significa
"abandonados", porque somos un viejo pueblo nómada del desierto,
solitario, orgulloso: "Señores del Desierto", nos llaman. Nuestra
etnia es la amazigh (bereber), y nuestro alfabeto, el tifinagh.
- ¿Cuántos son?
- Unos tres millones, y
la mayoría todavía nómadas. Pero la población decrece... "¡Hace falta que
un pueblo desaparezca para que sepamos que existía!", denunciaba una vez
un sabio. Yo lucho por preservar este pueblo.
- ¿A qué se dedican?
- Pastoreamos rebaños
de camellos, cabras, corderos, vacas y asnos en un reino de infinito y de
silencio.
- ¿De verdad tan
silencioso es el desierto?
- Si estás a solas en
aquel silencio, oyes el latido de tu propio corazón. No hay mejor lugar para
hallarse a uno mismo.
- ¿Qué recuerdos de su
niñez en el desierto conserva con mayor nitidez?
- Me despierto con el
sol. Ahí están las cabras de mi padre. Ellas nos dan leche y carne, nosotros
las llevamos a donde hay agua y hierba. Así hizo mi bisabuelo, y mi abuelo, y
mi padre. Y yo. ¡No había otra cosa en el mundo más que eso, y yo era muy feliz en él!
- ¿Sí? No parece muy
estimulante.
- Mucho. A los siete
años ya te dejan alejarte del campamento,
para lo que te enseñan las cosas importantes: a olisquear el aire, escuchar, aguzar la vista, orientarte por el
sol y las estrellas. Y a dejarte llevar por el camello, si te pierdes: te
llevará a donde hay agua.
- Saber eso es valioso,
sin duda.
- Allí todo es simple y
profundo. Hay muy pocas cosas, ¡y cada una tiene enorme valor!
- Entonces este mundo y
aquél son muy diferentes, ¿no?
- Allí, cada pequeña
cosa proporciona felicidad. Cada roce es
valioso. ¡Sentimos una enorme alegría por el simple hecho de tocarnos,
de estar juntos! Allí nadie sueña con llegar a ser, ¡porque cada uno ya es!
- ¿Qué es lo que más le
chocó en su primer viaje a Europa?
- Vi correr a la gente
por el aeropuerto. ¡En el desierto sólo se corre si viene una tormenta de
arena! Me asusté, claro.
- Sólo iban a buscar
las maletas, ja, ja.
- Sí, era eso. También vi carteles de chicas
desnudas: ¿por qué esa falta de respeto hacia la mujer? me pregunté. Después,
en el hotel Ibis, vi el primer grifo de mi vida. Vi correr el agua y sentí
ganas de llorar.
- Qué abundancia, qué
derroche, ¿no?
- ¡Todos los días de mi vida habían consistido en buscar
agua! Cuando veo las fuentes de adorno aquí y allá, aún sigo sintiendo dentro
un dolor tan inmenso...
- ¿Tanto como eso?
- Sí. A principios de
los 90 hubo una gran sequía, murieron
los animales, caímos enfermos... Yo tendría
unos doce años, y mi madre murió... ¡Ella lo era todo para mí! Me
contaba historias y me enseñó a
contarlas bien. Me enseñó a ser yo mismo.
- ¿Qué pasó con su
familia?
- Convencí a mi padre
de que me dejase ir a la escuela. Casi cada día yo caminaba quince kilómetros.
Hasta que el maestro me dejó una cama para dormir, y una señora me daba de
comer al pasar ante su casa... Entendí: mi madre estaba ayudándome.
- ¿De dónde salió esa
pasión por la escuela?
- De que un par de años
antes había pasado por el campamento el rally París-Dakar, y a una periodista
se le cayó un libro de la mochila. Lo recogí y se lo di. Me lo regaló y me
habló de aquel libro: El Principito. Y yo me prometí que un día sería capaz de leerlo...
- Y lo logró.
- Sí. Y así fue como
logré una beca para estudiar en Francia.
- ¡Un tuareg en la
universidad!
- Ah, lo que más añoro
aquí es la leche de camella y el fuego de leña. Y caminar descalzo sobre la
arena cálida. Y las estrellas; allí las miramos cada noche, y cada estrella es
distinta de otra, como es distinta cada cabra. Aquí, por la noche, miráis la tele.
- Sí. ¿Qué es lo que
peor le parece de aquí?
- Tenéis de todo, pero
no os basta. Os quejáis. ¡En Francia se pasan la vida quejándose! Os encadenáis
de por vida a un banco, y hay ansia de poseer, frenesí, prisa. En el desierto
no hay atascos, ¿y sabe por qué? ¡Porque allí nadie quiere adelantar a nadie!
- Reláteme un momento
de felicidad intensa en su lejano
desierto.
- Es cada día, dos
horas antes de la puesta del sol: baja
el calor, y el frío no ha llegado, y hombres y animales regresan lentamente al
campamento y sus perfiles se recortan en un cielo rosa, azul, rojo, amarillo,
verde...
- Fascinante, desde
luego.
- Es un momento mágico.
Entramos todos en la tienda y hervimos té. Sentados, en silencio, escuchamos el
hervor. La calma nos invade a todos, los latidos del corazón se acompasan al
pot-pot del hervor.
- ¡Qué paz!
- Ustedes tienen
relojes, nosotros tenemos el tiempo.